15 oct 2015

LA ESPERANZA SIEMPREVIVA


Somos el país de la resiliencia. A lo largo de su historia Colombia siempre ha sufrido un sinnúmero de vejaciones, ultrajes y maltratos, que ya hacen parte vital del calendario y que se envuelven en la mochila cotidiana. Los retratos de procesiones interiores desfilan por doquier en cualquier calle de ciudad y provincia, y las llagas emocionales se mantienen eternizadas, haciendo parte del atuendo personal de miles de habitantes de este país. Sin embargo, la obstinación sonriente y una extraña pose optimista siempre camina de la mano con la desdicha, entre bombardeos, desapariciones y precariedad económica. Eso pasa con el universo de esta desventura ilusa en Siempreviva, la ópera prima cinematográfica de Klych López.
Klych López, ojo siempre vivo.
Foto: Alex Mejía
La Toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985 es el pretexto para introducirnos en la historia de un inquilinato  del centro bogotano que sufre y sonríe las relaciones de poder y la fragilidad humana de sus residentes. Aunque la trama pareciera centrar la tensión en la desaparición de Julieta -la hija de la dueña del inquilinato-  durante los oscuros hechos del Palacio, el contexto histórico se mira de soslayo y el relato prefiere adentrarse en el entorno que se mueve paralelo a la tragedia y comenzar a vivir otro tipo de bombardeos emocionales, todos en torno a los habitantes de la vieja casa colonial: un usurero voraz, un payaso infeliz y su dócil mujer, la dolorida y estoica dueña de casa y su hijo joven e inseguro. Todos ellos reunidos para arder en dolorosas llamas interiores, pero siempre respirando partículas de una certidumbre más amable en el futuro.

La historia es basada en la memorable obra de teatro de Miguel Torres que vio la luz en 1994, estrenada en una vieja casa del centro y con una postura de realismo indiscutible. Klych López, inquieto por debutar con una película de tono reflexivo, quiso trasladar la escena de las tarimas al celuloide. Lo hizo con sutileza respetando muchas normas teatrales y entregando la película al poder de los diálogos y la intensidad de los gestos, mientras una cámara observa lenta y sosegada, en un plano secuencia interminable que le hace guiños al pasado reciente de Birdman, pero que contempla de un modo meditabundo y resignado las penas y los dilemas de los personajes.

Buenos actores. Malas noticias.
La potencia carburante del filme reposa en las actuaciones. Pesos pesados del campo actoral confluyeron en la misma historia y le brindaron la credibilidad que necesitaba. Laura García encarna a una humilde madre golpeada por la desaparición de su hija en la Toma, pero obstinada en encontrarla sin un minuto de sosiego; Enrique Carriazo es un prestamista de avidez ilimitada que abusa de sus potestades económicas pero sufre el encarcelamiento de su hijo en otro país; Andrés Parra es un payaso de día y mesero de noche que debe doblegarse ante las deudas pero en simultánea doblega a su mujer en un machismo irrefutable; Fernando Arévalo es un abogado que colabora en la investigación de la confusa desaparición de la muchacha, que nada con maestría en un rol que muestra la autoridad y la debilidad de carácter en un mismo recipiente. Junto a la juventud de Alejandro Aguilar y Andrea Gómez, y al toque cubano de Laura Ramos, completan un reparto compacto, entregado, que no sólo sufre la calamidad histórica de un acontecimiento nacional aciago, sino que debe sobrellevar sus conflictos interiores y piedras de zapato personales con la mejor resistencia que les brinde el alma.

Ante un brutal suceso como la Toma del Palacio, se traslada ese amasijo pesado e intransigente que llamamos poder, a la vieja casa de Siempreviva. La relación de poder, aquella arbitrariedad insaciable, aquella maldición de infundada superioridad, es el aroma incómodo que respiran las paredes de una construcción que sufre las penas de la hipoteca. El usurero saca provecho de sus pérfidas dotes de negociante, el payaso se infla en ego cada vez que somete a golpes a su esposa, el abogado camuflado en nobleza busca sacar la mejor tajada de una indemnización fundado en sus letras de manipulador en compañía del hijo de la dueña, mientras las mujeres de la historia (la madre, la hija, la inquilina) llevan en su espalda el peso agobiante de la usura, de la brutalidad militar, del machismo, encarnando la historia de un país, exprimido en sus bondades y subvalorado por quienes lo habitan.

Sobrevivir no da tanta risa. Sergio, el payaso mesero.
La atmósfera densa de un único paisaje lleno de paredes y cuartos se acompaña de las melancolías sonoras de César López y su piano solemne y de una cámara que observa despacio, de cerca, con cuidado y sin pausas la realidad de un país resumida en la cotidianidad de un predio. El trabajo de arte es preciso, nostálgico, a veces pecador en el exceso, pero que resume muy bien otros tiempos de calamidades sin tecnología, de grabadoras sin CD, de televisores sin cable, de motocicletas sin soberbia. El montaje camina invisible entre los empalmes de un prolongado plano secuencia y deja que todo se vuelva teatro, con transiciones imperceptibles de primera vista. Los recursos técnicos de la película juegan a la naturalidad, al despojo de la pretensión y a dejar que los diálogos y las situaciones sean los captadores legales del aplauso.

                   

El experimento de aquel cine con sabor a teatro por parte de López puede ser ambiguo. Sin mucho ritmo y limitado en planos para unos, osado y con pasión interpretativa para otros. No hay precedentes cercanos en el cine colombiano que muestren esa simbiosis con el teatro, un factor de riesgo válido y de algún modo refrescante en las formas de proponer. Klych López tuvo la paciencia del crowdfunding y de la selección de un guión que lo conquistara para lanzarse al abismo impredecible del celuloide local, y sale mejor librado que muchos otros en sus primeros intentos de hablar con la gran imagen. Mucha gente podría esperar esclarecer las preguntas sombrías de aquel noviembre infeliz a través de esta película, pero su objetivo no es este. Su finalidad es mas bien valerse del recurso histórico para describir un país herido encarnado en seres humanos comunes, vestidos de pena, necesidad y aflicción, pero con la inagotable resiliencia que los hace capaces de mantener la esperanza Siempre Viva.


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